NACIONAL PUTINISMO

EL MEOLLO IDEOLÓGICO DE LA INVASIÓN RUSA A UCRANIA

«Según el derecho a la actualización de informaciones en medios de comunicación digitales». 06/01/2023.

El historiador militar Tom Cooper lamenta la pereza o la indecencia de los medios occidentales para denominar las guerras y conflictos recientes. Tras indicar la inconsistencia que significa llamar “guerras del golfo” a la guerra Iraq-Irán y a las dos posteriores invasiones de Iraq por EEUU y sus aliados, reprocha una estulta inexactitud cuando ahora los medios publican que llevamos 10 meses desde el inicio de la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin. «Bien, les recuerdo que Putin ya invadió Ucrania en febrero de 2014. Por lo tanto, en realidad estamos hablando del octavo año de su invasión. OCHO AÑOS COMPLETOS. Y no “los primeros diez meses”». Cooper tiene más razón que un santo.

Centrémonos, no obstante, en los últimos 10 meses y a estas alturas podemos evidenciar la verdadera naturaleza del régimen “democrático” del autócrata Putin, una mezcla de Cosa Nostra y estalinismo. Asimismo, ya es obvio que el déspota, envalentonado por sus impunes bombardeos en Alepo, Damasco, Idlib, Latakia, Hama, Raqqa, Homs y Deir al-Zor, además de sus atrocidades en Chechenia y la ya olvidada invasión de Georgia en 2008 que le sirvió para apoderarse de Osetia del Sur y Abjasia, se creyó sus fantasmadas propagandísticas sobre su poderío militar y lanzó a sus superincompetentes fuerzas armadas, dirigidas por corruptos e ineptos generales, a conquistar Ucrania y colocar un régimen títere obediente a sus dictados. Su excusa fue que había que limpiar a Ucrania de corruptos y nazis controlados por la OTAN….. Dijo la sartén al cazo apártate que me tiznas. Esta falaz excusa implica que aquellos que se llaman a sí mismos ucranianos no tienen derecho a existir.

Y para sorpresa de occidente, sobre todo para la OTAN, resultó que la inmensa mayoría del pueblo ucraniano se organizó y, junto con un ejército al principio apabullado, detuvo primero y enseguida derrotó al hasta entonces imbatible ejército de la Federación Rusa en Kiev, Chernihiv, Sumy, Kharkiv y Mykolaiv. Y estas victorias el pueblo ucraniano las pagó a un precio terrible en vidas humanas: miles de soldados y civiles muertos, heridos, deslocalizados y arruinados. No fue gracias a unos pocos Javelins, NLAW, HIMARS, eso vino después, fueron los ucranianos quienes frenaron al invasor.

Pero si la sanguinaria invasión ha producido y produce semejantes tragedias, la impotencia de Putin ha generado mayor grado aún de criminalidad bombardeando aleatoriamente con sus imprecisos misiles o drones morralla que compra a los ayatolas iraníes, estructuras y viviendas de los ucranianos, continuando con ello la comisión de innumerables atrocidades en la torturada Ucrania.

Conozco unas cuantas teorías geoestratégicas que cargan al occidente aún democrático responsabilidad en esta guerra. Una de las más divulgadas es la de John Mearsheimer derivada de su artículo “Por qué la crisis en Ucrania es culpa de Occidente» escrito en 2014 y no tras la invasión de 2022. En dicho artículo Mearsheimer aseguraba que la culpa de la crisis de entonces, no eran los intereses expansionistas e imperialistas de la Federación Rusa, sino la expansión de la OTAN desde la década de los 90 hasta la actualidad; expansión acompañada por la entrada de una gran cantidad de Estados ex-soviéticos a la Unión Europea. Esta tesis desdeñaba que Rusia violó la soberanía de Ucrania, la convención de Helsinki de 1975, y múltiples tratados bilaterales firmados por ambos países en los años 90, especialmente el Memorándum de Budapest de 1994.

Admito que no todos los seguidores de la tesis de Mearsheimer o de la realpolitik del longevo Henry Kissinger padecen de antiyanquismo patológico generalizado en las izquierdas europeas e iberoamericanas, pero estoy convencido, conozco a unos cuantos, que la mayoría está persuadida de que la trágica invasión perpetrada por la Rusia de Putin es consecuencia de la estrategia expansionista de EEUU y la OTAN. No obstante, pocos, por no decir ninguno, apelan a la experiencia histórica de los pueblos sometidos por el imperialismo zarista primero y el soviético después.

Sin excusar las muchas pifias y barbaridades cometidas por la OTAN, sobre todo en los Balcanes entre 1992 y 1999, ¿es riguroso hablar de la expansión de la OTAN? ¿Acaso la OTAN ha obligado a gobiernos democráticos a unirse? ¿No es más cierto que muchos países de la antigua esfera soviética han pedido unirse a la organización a partir de redefiniciones estratégicas respecto a sus hipótesis de conflicto, para defender la soberanía de sus respectivos Estados? ¿Acaso alguien puede negar que los países del Pacto de Varsovia vieron en la caída del Telón de Acero una forma de liberarse de la llamada “rusificación” impuesta por la centralidad del imperialismo soviético heredero del antiguo imperio Ruso?. ¿Acaso no es cierto que esos países, no sin enormes sacrificios, han logrado erigir instituciones democráticas, mientras que Rusia se ha degradado a dictadura?

Por otro lado, las otras preguntas que se pueden derivar de las tesis que culpan al expansionismo occidental de esta invasión son: ¿Los académicos, políticos, analistas y periodistas occidentales que defienden las tesis de Mearsheimer, Kissinger, Waltz, etc. son conscientes del uso y más que probable apropiación indebida de sus teorías? Y teniendo en cuenta la probable expansión del conflicto ¿No deberían tratar de dar cuenta de las posibles ramificaciones de sus ideas?

Dar por sentado el «derecho» de Rusia a intervenir en sus áreas de influencia, como hacen los autores referidos y muchos otros, automáticamente concede los mismos supuestos derechos a otras potencias regionales o globales como la dictadura China. El peligro que ello supone para las naciones aún democráticas es muy superior hoy que la confrontación bilateral de la guerra fría, pues ahora EEUU (desde Obama a Biden pasando por Trump) ha vuelto al aislacionismo parcial del América para los americanos. Aunque la muestra más obvia de aislacionismo de los yanquis fue la lamentable fuga de Afganistán, peores consecuencias tuvo el desdén de Obama acerca del conflicto de Ucrania. Estoy convencido que sin la puesta de perfil de Obama en 2014 cuando Putin se merendó Crimea, más los antecedentes de Biden justificándola, la invasión de febrero pasado no se hubiera producido. 

Original escrito el 30/04/2022

En la tercera de ABC de hoy, Carlos Granés indica que el régimen ruso es una versión del peronismo, resultante de la influencia del principal impulsor del movimiento neo-eurasianista y para-fascista Aleksandr Duguin sobre Putin, definido en “La Cuarta Teoría Política”. Asimismo, Granés describe anonadado la persistencia en Iberoamérica de los populismos surgidos durante el siglo XX; peronismo, priismo, castrismo, etcétera. No obstante, no termina de vincularlos como lo que son; hijos naturales del marxismo-leninismo, fascismo y nacionalsocialismo. Entiendo que obviar el engarce de estas ideologías y su contextualización histórica y geográfica, dificulta la comprensión del trasfondo ideológico del régimen encabezado por Putin, así como las consecuencias que de ello se derivan.

En primer lugar, es preciso subrayar que el neo-eurosianismo es antieuropeo y paneslavista. Exacerbadamente crítico con la cultura romano-germana y el “euro-centrismo”. Por supuesto, es partidario de un Estado fuerte, de la moral impartida por la Iglesia Ortodoxa, de la alianza turco-eslava y de forjar fuertes alianzas en Oriente Medio. Su crítica a la cultura posmoderna occidental y al wokismo y sus derivas sexistas e identitarias es radical. Por lo tanto, en la cuestión moral y solo en la cuestión moral, el neo-eurosianismo paneslavista coincide con los llamados populismos de extrema derecha europeos, en concreto con el polaco Ley y Justicia, el húngaro Fidesz-Unión Cívica Húngara, algo menos con el Rassemblement national de Marine Le Pen y solo de refilón con VOX.

Si repasamos sucintamente la reciente historia de Rusia, no podemos desdeñar las consecuencias sociológicas del traumático colapso de la Unión Soviética en diciembre de 1991. Tampoco es baladí la rapacería perpetrada por las élites del antiguo régimen soviético, al enriquecerse obscenamente con la adquisición a precio de saldo de los monopolios del “socialismo real” durante los nueve años de la era Yeltsin. Estos hechos, más el aumento de la corrupción mafiosa y la persistencia de la pobreza de la mayoría de la población rusa, supuso la puesta en cuestión de la legitimidad del nuevo régimen a finales de los noventa.

El dedazo de Borís Yeltsin en diciembre de 1999, instalando en la presidencia de Rusia al entonces primer ministro, Vladímir Putin, un apparatchik del PCUS y coronel del KGB, nombrado jefe de la FSB (la KGB reconstituida) en 1998 y que apenas llevaba en el cargo 4 meses, se explica como un exasperado intento de salvar a un régimen que carecía de genuinos fundamentos ideológicos que lo legitimaran.

A estas alturas, parece claro que el fracaso de Yeltsin en dirigir a Rusia hacia un modelo democrático de corte occidental capitalista de libre mercado, no solo se explica por su incapacidad dirigente y la vorágine de corrupción asociada, también influyó una abrumada y nostálgica carga sentimental de la mayoría de los rusos ante el fracaso de la URSS. Por los contactos mantenidos con unos cuantos ciudadanos rusos, comparo sus aflicciones con la desolación y el pesimismo con el que nuestros abuelos sintieron con el desastre de 1898. Así, los primeros intentos de Putin de proseguir por la senda occidentalita de Yeltsin, toparon con obstáculos internos considerables.

La crítica situación de Rusia y un carácter forjado por las vicisitudes de una infancia miserable y una formidable adaptación a un medio plagado de intrigas y purgas desde la juventud, condujo a Putin a priorizar su consolidación en el poder. En primer lugar se deshizo de aquellos oligarcas que pudieran poner en peligro su mando. Fue una victoria sin prisioneros, quien se movía no salía en la foto y, además, iba a la cárcel o al cementerio. Así, consolidó pronto un régimen oligárquico, compuesto por una “nueva nobleza” tutelada por un poder caudillista. Sin embargo, los lastres de la URSS continuaron inexorablemente. La segunda guerra de Chechenia fue terriblemente sangrienta. El hundimiento del submarino nuclear Kursk en agosto de 2000 una vergüenza nacional que mostraba descarnadas chapuzas y corrupciones. La matanza en Beslán (Osetia del Norte) una cruel afrenta. El negro panorama se oscurecía aún más por la persistencia de los problemas “transfronterizos” de una Rusia insegura de sí misma. Entonces, Putin asumió la necesidad de implantar una ideología de Estado acorde con la situación y la historia de Rusia y, sobre todo, capaz de elevar la autoestima del pueblo ruso.

El neo-eurosianismo paneslavista le vino como anillo al dedo, pero la asunción de esta ideología implicaba la expansión que solo las guerras victoriosas entregaban. Tras Chechenia, Rusia invadió Georgia en 2008, con la aquiescencia, por parálisis, de George Bush y la OTAN. 

Fue el discurso de Vladímir Putin durante la Conferencia de Seguridad de Múnich el 10 de febrero de 2007, donde públicamente establece el rumbo de Rusia bajo su mandato. En primer lugar acusando a Estados Unidos de tratar de imponer sus reglas y su voluntad a otros países, «pero el modelo unipolar es imposible y totalmente inaceptable en el mundo moderno». Asimismo acusó a la OTAN de expansionista y provocativa. Añadió que Rusia respetaba los acuerdos sobre la reducción de los arsenales nucleares estratégicos pero insinuó que EEUU no. Tuvo el cuajo de afirmar que solo la ONU puede autorizar el uso de la fuerza para resolver los conflictos. Pero inmediatamente dejó claro que «Rusia siempre ha desarrollado una política exterior independiente y tiene la intención de continuarla; o hacemos lo mismo que vosotros o, a la vista de nuestras actuales posibilidades financieras, desarrollamos una respuesta asimétrica».

Rusia entonces volvió do solía. Centralización, autoritarismo y capitalismo de Estado, esta vez imitando el modelo de la República Popular China, si bien ajustado al “alma rusa” de un nacionalismo expansionista antioccidental. Naturalmente, el discurso del régimen asentado sobre una oligarquía parasitaria del Estado y las riquezas naturales, esos “silovikí” acaparadores de las 22 agencias gubernamentales que, con su despotismo burocrático lastran la productividad de una economía quince veces menor que la de EEUU, solo puede ser populista.

¿Es el nacional-putinismo una versión rusa del peronismo? Mi respuesta es no. Por el contrario, constituye una versión paneslava del nacionalsocialismo con aderezos de marxismo-leninismo estalinista.

Quienes desde un peculiar neutralismo sugieren motivos históricos para justificar la invasión a sangre y fuego de Ucrania, asumiendo las acusaciones putinescas contra los “nazis” ucranianos y el expansionismo yanqui, olvidan el meollo del régimen someramente descrito aquí. Quienes desde un peculiar pacifismo izquierdista claman por la paz desde la falsa equidistancia, ocultan con premeditación y alevosía que; los países que apoyan y son aliados de Putin son sus admirados Cuba, Venezuela, Corea del norte, Bielorrusia, Siria, Eritrea e Irán.

EL ESTADO Y LA PRODUCTIVIDAD

De cómo la adiposis del Estado intervencionista, frena el incremento de la productividad generadora de empleo y riqueza.

14/04/2022.

Cuando España empieza a hundirse en la estanflación (estancamiento económico y elevada inflación), la inapelable subida de los tipos de interés aumenta el coste financiero del Estado empresas y familias, al progresista sistémico le pereceara insolente e inoportuno aludir a la productividad del trabajo, en vez de culpar de los estragos que sufrimos a la guerra de Ucrania o a la pertinaz sequía.

En verdad, para los sindicatos clasistas y la izquierda en general, mentar la productividad del trabajo equivale a la bicha, pues supone la constatación del error de Marx respecto a sus cálculos sobre “la fuerza productiva del trabajo” y sus “leyes”; derivadas de la crítica a la tasa del plusvalor y la tasa de la ganancia de David Ricardo. Así, Marx dedujo una «Ley de la Pobreza Creciente» que establece que en el sistema capitalista, los asalariados por cuenta ajena sólo reciben el salario suficiente para cubrir las más básicas necesidades de supervivencia. De este corolario cientificista, Marx conjeturó la Ley de la Tendencia Decreciente de la Tasa de Ganancia que descubría el virus intrínseco que aniquilaría el sistema capitalista.

Teniendo en cuenta que Marx no pisó una fábrica en su vida y que su correligionario Engels, solo visitaba la de su padre en Manchester para recoger un notable peculio, aunque desde 1850 no tuvo más remedio que ejercer de comerciante de la bolsa londinense, si bien tuvo el tiempo libre suficiente para cazar zorros, hacer crítica literaria y, sobre todo, teorizar con su amigo Marx la revolución proletaria, sin impedirle ejercer de distinguido caballero victoriano que practicaba esgrima y equitación, resulta lógica la ignorancia de los padres del socialismo-comunismo sobre el progreso de la productividad como núcleo del sistema productivo, en las sociedades donde los medios de producción son de propiedad privada y existe libertad comercial. Así, en vez de confirmarse el augurio marxista descrito en la mencionada Ley de la Tendencia Decreciente de la Tasa de Ganancia, las sociedades sustentadas en la propiedad privada y el comercio libre fueron incrementando la productividad desde finales del siglo XIX y, con ello, la riqueza que condujo a su reparto a través de los salarios. Donde sí se cumplió con creces la Ley de la Pobreza Creciente fue en la URSS, y se sigue cumpliendo en Cuba, Venezuela y Corea del Norte.

Pero ¿a santo de qué evoco en este momento la productividad del trabajo y la relaciono con el Estado? Quienes hemos tenido que dirigir una industria fabricante de equipos, sabemos que la productividad del trabajo es, junto con la innovación y la optimización de recursos, los ejes fundamentales para la sostenibilidad y el progreso de la empresa y sus trabajadores. Así, la productividad laboral es la relación entre el trabajo desempeñado o los bienes producidos por una persona en su trabajo, así como los recursos que este ha utilizado para obtener dicha producción.

Entre los factores que determinan la productividad laboral destacan los siguientes:

A. Salario (ver salario mínimo y otras intervenciones estatales) ¤¤.

B. Capacidad del trabajador (derivada de la formación) ¤¤.

C. Legislación laboral ¤¤¤.

D. Impuestos al trabajo ¤¤¤.

E. Impuestos de Sociedades (IS) y Actividades Económicas (IAE) ¤¤¤.

F. Seguridad jurídica ¤¤¤.

G. Precio de la energía ¤¤.

H. Precio de las materias primas ¤¤.

I. Bajas laborales por enfermedad o accidentes ¤¤.

J. Organización de métodos productivos.

K. Maquinaria y métodos de producción eficientes.

L. Motivación laboral.

M. Equipamiento y recursos.

N. Entorno.

O. Liderazgo.

P. Diseño de los productos o servicios.

Q. Calidad y estado de la maquinaria.

De estos factores se evidencia que C, D, E y F dependen directamente del Estado, mientras que A, B, G, H e I lo son parcialmente. Por lo tanto, la productividad del trabajo en España está condicionada por legislaciones muy variables e impredecibles en el tiempo y unos impuestos que rozan lo confiscatorio.

Por otro lado, las estadísticas oficiales apenas distinguen la productividad aparente del factor trabajo (PAT) del sector público y el privado. Un indicador fehaciente luce cuando se comprueba que en España, durante los últimos 35 años, el sector público ha mantenido un gasto promedio entre el 42% del PIB de la época de Felipe González y un 50% del PIB actual con ligeras vaguadas del 38,2% con Aznar y el 41% con Rajoy. Actualmente, sobrepasando el 50% del PIB de gasto, el Estado español aporta el 16% del PIB, mientras emplea a más de tres millones de asalariados (en torno al 20% del total según la Encuesta de Población Activa, EPA). Es decir, el Estado español maneja la mitad de la riqueza nacional pero apenas aporta el 16% a dicha riqueza con los servicios que presta: administración pública, justicia, defensa, seguridad social obligatoria, educación, sanidad y servicios sociales. Y, sin embargo, las estadísticas oficiales estiman que el incremento de la productividad del sector público español es superior al privado, a pesar de que, según el INE, en 2018 el sector privado aportó el 84.2% por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) con 16,7 millones de empleados, en tanto que el sector público el 15.8% con 3,4 millones de empleados.

Entonces ¿Por qué la productividad del trabajo en España (PTF) lleva empantanada desde 1985?. ¿Acaso este hecho tiene una relación directa con ser el país que, junto con Grecia, que desde entonces encabeza el ranking mundial de paro de los países desarrollados, con una tasa media del 12,6%, más del doble que la media de los países de la OCDE y el triple del G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), donde la media es del 4,2%? ¿Por desventura existe una relación directa entre el aumento del gasto del Estado, la baja productividad, el delirante sistema educativo y el enorme desempleo sistémico?

Del gráfico siguiente se pueden deducir algunas conclusiones importantes.

Por ejemplo, que ni el alto desempleo ni la baja productividad en España, son una maldición de los dioses ni una predestinación por tara racial, puesto que entre 1954 y 1975 se produjo una impresionante aceleración del crecimiento del PIB, atribuible casi exclusivamente a la productividad laboral (5,8% de crecimiento del PIB del 6,2%).

Entre los innumerables estudios sobre el estancamiento de la productividad en España durante los últimos 37 años, se puede distinguir algunas explicaciones parciales, entre otras destacan la reducción de la industria con la entrada a la Comunidad Económica Europea, el bajo gasto de las empresas en investigación y desarrollo, la escasa inversión en capital intangible debido a, entre otros, a la regulación del comercio minorista, los costos de creación de empresas, la falta de flexibilidad del mercado laboral, los altos impuestos al trabajo, la ineficaz legislación sobre quiebras, los lentos procedimientos judiciales, los subsidios y el “amiguismo” que han conducido a extravagantes asignaciones de capital, bajas inversiones en intangibles, mientras que los sectores que crearon más empleos (construcción y servicios), tuvieron una menor productividad laboral que la industria con un crecimiento mucho más lento del producto por hora trabajada, lo que explica inversiones especulativas puntuales y escasa innovación tecnológica. Sin duda, estas explicaciones responden a la realidad aunque apenas sugieren el dato fundamental; la relación entre el estancamiento de la productividad y el aumento del tamaño del Estado español, incluida la enorme deuda contraída.

Mucho antes que la pandemia vírica y la guerra de Ucrania, en 2019, la productividad de España cayó un 10,45% frente a un crecimiento del 4,5% en el resto de la UE. Pero el gasto del Estado siguió incrementándose como si la competitividad de la economía fuera viento en popa a toda vela.

Pues resulta que el año pasado, la masa salarial de las administraciones públicas españolas superó todas las marcas de la serie histórica. De acuerdo con las cifras oficiales de Contabilidad Nacional del INE, en 2021 la suma de los sueldos de los asalariados del sector público (funcionarios junto al personal de otras categorías que integran la plantilla del sector público) más sus pagos por cotizaciones sociales ascendió a 147.363 millones anuales, es decir, el 27% del total del presupuesto de 550.484 millones de euros (un incremento del 19,4% respecto a las cuentas de 2020) que se comió la mitad de la riqueza producida. No piensen mal de la coalición Frankenstein que aprobó semejante cifra, ni apelen al clientelismo al constatar que los empleados públicos ganan un 50% más de media que los trabajadores del sector privado. Trabajar en el sector público supone ganar 10.500 euros más al año de media.

Mientras tanto, se incrementa la morosidad las pequeñas y medianas compañías, hasta un nivel de deudas comerciales de 279.808 millones de euros sin cobrar a cierre de 2021, un 17,3% más en términos interanuales.

Si la adiposis y el intervencionismo del Estado frena el incremento de la productividad y, si el aumento de la capacidad adquisitiva de los ciudadanos de un país solo se logra con el crecimiento sostenido de la competitividad, es decir, cuando la mejora de la productividad del trabajo permite a las empresas generar valor añadido y con ello empleo bien remunerado, el diagnóstico de la situación actual de España parece obvio.