Madrid, 01/07/2020
No fueron las críticas leídas en algunos suplementos culturales acerca de una llamada ficción documental sobre el ascenso al poder de Benito Mussolini escrita por Antonio Scurati con el título: “El hijo del siglo”, lo que me ha inducido a leerla, sino un comentario de Nicolás Redondo Terreros en el programa radiofónico Herrera en COPE en el que atestiguó el placer y asombro que le estaba produciendo su lectura y la recomendación de leerla a todo aquel que quisiera entender el fenómeno del fascismo. Semejante invitación por parte de una persona que mamó el socialismo como hijo del dirigente del PSOE y UGT Nicolás Redondo Urbieta, que de adulto llegó a secretario general del Partido Socialista de Euskadi-Euskadiko Ezkerra (PSE-EE) y abandonó con honor la política profesional, creo que merece la debida atención de quienes, como es mi caso, aún tenemos curiosidad y ganas de entender los procesos históricos recientes que, nos guste o disguste, aún influyen en nuestra vida. A este contundente motivo se suma el hecho de que haber vivido en la Lombarda y laboriosa Brescia durante los dos últimos años del siglo XX, reanimó mi interés por la historia de Italia. Por otro lado, tampoco parece casual que fascista siga siendo el improperio prominente en España, aunque se emplee con estruendosa venalidad. Así que hace unos días adquirí “El hijo del siglo”, un vademécum tamaño A5 ampliado (17×24 cm) de 819 páginas con letra normal y por ello algo incómodo para quienes, como es mi caso, les guste leer en la cama para mejor conciliar el sueño.
Buen narrador de sensaciones, sentimientos y ambientes, Antonio Scurati nos sitúa en la Italia vencedora pero arruinada tras acabar la Primera Guerra Mundial. Relegada por sus aliados, entonces Italia solo consiguió afianzar las pequeñas comarcas de Trieste, Trentino, Alto Adigio, Istia y Zara, mientras apenas recibía indemnizaciones que pudieran amortiguar la recesión industrial en las regiones trasalpinas del valle del Po, al tiempo que persistía en la tierra más fecunda de Italia el latifundismo. A la par, la Revolución Bolchevique de 1917 animaba la lucha de clases revolucionaria emprendida por el Partido Socialista Italiano, mientras que los centenares de miles de excombatientes voluntarios que se habían batido contra el Imperio austrohúngaro y Alemania en las sangrientas batallas del Isonzo y en la cruenta humillación de Caporetto, comprobaban que sus proezas bélicas eran desestimadas por los gobernantes y buena parte de la sociedad. El repudio más notorio hacia los veteranos soldados provenía de los líderes socialistas que, consecuentes con el internacionalismo proletario, se habían opuesto a la entrada de Italia en la guerra. Para los conservadores y liberales eran un incordio más que se sumaba al conflicto revolucionario liderado por socialistas y anarquistas que ponía en peligro la continuidad del régimen caciquil basado en una monarquía constitucional personificada en Vittorio Emanuele III de Saboya, Duce supremo de Italia y aquiescente con el «trasformismo» que había envilecido los principios liberales tras el Risorgimento.
Este resumen de situación histórica Scurati lo va desplegando sobre anécdotas y cavilaciones de los personajes, sobre todo de los “Camice Nere” que se van adhiriendo a los fascios (Liga de Acción Revolucionaria del Fascio, fundada en 1914 por Mussolini y De Ambris que toma el nombre fascio de los luchadores de la Roma Imperial), la mayoría voluntarios de las fuerzas de asalto de élite Arditi (Osados) quienes, como la mayoría de obreros y campesinos se encuentran en paro y hambrientos, pero dispuestos a enrolarse en las bandas de la porra del fascio “Ligas y Escuadras de Combate” que les aporten un sustento y justifique su pasado y quizá su futuro.
A las duras condiciones económicas de una posguerra desastrosamente administrada, se suman las ideologías redentoristas con los consabidos resentimientos generadores de venganzas revanchistas. La lucha de clases se vuelve despiadada y la toma del poder proletario parece estar en la punta del fusil. Así se inician las ocupaciones de fábricas y tierras que desencadena el “Biennio Rosso” entre 1919 y 1920 que Antonio Scurati disgrega en lances particulares. Pero lo cierto es que el bienio rojo fue un formidable intento revolucionario armado con su «Guardie Rosse» modelo bolchevique que defendía las ocupaciones de las fábricas y se preparaba para asaltar el poder del Estado. La condescendencia con que Scurati escribe sobre el proceso revolucionario es demasiado evidente. Apenas nombra de pasada a Antonio Gramsci, no registra su notorio liderazgo en los consejos obreros de Turín y tampoco señala la actividad revolucionaria de los anarquistas de la Unione Sindicale Italiana y de su líder Errico Malatesta, ni mucho menos menciona los escuadrones armados “Arditi del Popolo” del anarcosindicalista Argo Secondari. Y así, entre las descripciones detalladas de Scurati de decenas de episodios sangrientos y despiadados protagonizados por los fascios de Mussolini que dirigieron personajes pendencieros como Italo Balbo, surge el terrible atentado conocido como Strage del Diana ocurrido el 23 de marzo de 1921 en el teatro Kursaal Diana de Milán, donde una bomba arrancó la vida a 22 personas inocentes y causo más de 80 heridos graves. La evidencia de un atentado anarquista dirige las pesquisas hacia Antonio Pietropaolo quien, junto con otros estudiantes anarquistas, antes había incendiado la sede del periódico socialista Avanti y la central eléctrica de via Gadio. La masacre del Kursaal Diana reforzó el discurso de la utilización de la violencia política de Mussolini. Ellos, los fascistas, eran guerreros que iban a pecho descubierto a la caza de rojos y anarquistas, mientras que estos usaban la violencia traicionera e indiscriminada. Mejor que los argumentos es la intimidación puesto que la seguridad de poseer la causa justa concede la buena conciencia y permite la barbarie. Con esta fórmula, los Roberto Farinacci, Italo Balbo y demás jefes de las escuadras fascistas, seguros de la utilidad de su ideología y apoyados por intelectuales y artistas futuristas, siguieron organizando razias criminales contra militantes y dirigentes socialistas, anarquistas y comunistas sin sentimiento de culpa alguno. ¡Qué otra cosa fue la Marcha sobre Roma!
Mientras que Antonio Scurati opaca un tanto los acontecimientos históricos con anécdotas, estas le sirven para desplegar un extenso y denso relato sobre las personalidades de los líderes fascistas. Por supuesto se explaya con la de Benito Mussolini pero también describe ampliamente las de Gabriele d’Annunzio, Filippo Tommaso Marinetti, Alceste De Ambris y otros muchos. Asimismo se permite contrastar estas personalidades con las de algunos de sus adversarios, sobre todo con la del socialista Giacomo Matteotti asesinado por los esbirros de Mussolini. El problema es que ese contraste cae en un manifiesto maniqueísmo. La insistencia machacona de Scurati describiendo al machista misógino, follador obsesivo compulsivo y eyaculador precoz que, a pesar de su mediocridad intelectual, manipula masas y líderes con desenvoltura y casi siempre logra sus fines, seguramente es eficaz para presentar a un Mussolini arquetipo del líder populista y a los demás fascistas que le acompañaron como ineptos sicópatas, pero resulta grotesca como explicación histórica.
La deriva del maestro de escuela, luego periodista y director del órgano oficial del Partido Socialista Italiano Avanti, desde el socialismo marxista al intervencionismo y luego al nacionalismo corporativista, no se aborda en esta densa novela y, sin embargo, el triunfo de Mussolini en el estado caótico de una Italia colapsada y carente de perspectivas comerciales internacionales francas, no solo se puede explicar por la actividad amedrentadora de los camisas negras, también existió un discurso y un programa muy inspirado en la encíclica Rerum Novarum, de mayo de 1892 cuando dice: «Los capitalistas y los propios obreros pueden contribuir en gran medida a resolver el problema obrero mediante instituciones que ofrecerían el oportuno socorro a las necesidades y a aproximar a las dos clases entre sí. Tales son, por ejemplo, las sociedades de ayuda mutua, los múltiples seguros privados: pero ocupan, sin embargo, el primer puesto las corporaciones de artes y oficios. Muy patentes fueron en tiempos de nuestros antepasados las ventajas de dichas corporaciones. Vemos con placer cómo se constituyen por doquier asociaciones de este tipo y es deseable que crezca su número y actividad». Y sobre el programa corporativo previamente acordado, tan pronto como el 19 de diciembre de 1923 Mussolini preside la firma del acuerdo entre Confindustria y la Confederación de las corporaciones fascistas que se unificaron en un solo sindicato de patronos y obreros. Y no por casualidad en las mismas fechas en España, tras el llamado Trienio Bolchevique (1918-20) que justifica el pronunciamiento de Primo de Rivera, el ilerdense Eduardo Aunós Pérez apoyado por Juan Flórez Posada, inician el Estado Corporativo en España donde participaron el PSOE y sobre todo la UGT de Francisco Largo Caballero.
Claro que el libro que nos ocupa no es un ensayo histórico sino una novela que, sin disimulo, en vez de avisarnos de las condiciones objetivas en que se pueden producir fenómenos totalitarios como el fascismo, prefiere contarnos la miseria humana de quienes protagonizaron aquel régimen, por si de rebote al lector le aparece la figura de Matteo Salvini.