ES LA PRODUCTIVIDAD, ESTÚPIDO

Desde hace unos días, los medios de comunicación nos avisan de que el Gobierno provisional presidido por Sánchez, ha reducido la previsión del crecimiento del PIB para 2024: del 2,4 % al 2 %. Al mismo tiempo, la letra pequeña remitida a Bruselas por el gobierno eleva la presión fiscal un 0,5% de PIB, es decir, algo más de 7.000 millones de euros. Asimismo, el documento gubernamental recoge una suma de partidas de gasto corriente por 9.000 millones de euros, achacados al desarrollo de los fondos Next Generation, lo que en principio va en contra del Reglamento del Plan de Recuperación y Resiliencia. Por otro lado, el Estado español deberá destinar más de 41.000 millones de euros para pagar los intereses de la deuda pública, siempre y cuando la galerna surgida por el anuncio del aumento de la deuda pública de Italia, no desemboque en un deterioro de la calidad de la deuda de España. En todo caso, esos 41.000 millones de euros por intereses de la deuda para 2024, suponen más que todo lo recaudado por el impuesto de Sociedades o el equivalente acumulado de seis meses de IVA.

El panorama se oscurece aún más al comprobar que las exportaciones de bienes y servicios de España durante los primeros ocho meses del año han caído un 3,7% interanual en volumen –cantidad vendida–, según los datos del Ministerio de Industria, Comercio y Turismo publicados esta semana. Para camuflar el mal dato, la nota del Ministerio hace hincapié en que la cifra total de ventas aumentó en un 1,8% porque «aunque hemos vendido menos, lo hemos vendido más caro». Y con un descaro infinito silencian que la inflación mundial durante este periodo se eleva al 8,7%. Tristemente, el gobierno Sánchez perpetra estas triquiñuelas porque sabe que los muchos medios que controla y no pocos de los que no, titularán, como luego han hecho, la noticia de esta manera: “Las exportaciones españolas de mercancías ascendieron un 1,8% interanual en el periodo enero-agosto y alcanzaron los 256.571 millones de euros”.

Y como la acción del gobierno Sánchez se sustenta en el despilfarro clientelar, el Plan Presupuestario de 2024 que el Gobierno acaba de remitir a Bruselas incluye una previsión de ingresos de 648.000 millones de euros, equivalente al 42% del PIB de España. Naturalmente, será más del 42% del PIB porque el gobierno ha inflado a propósito la cifra de crecimiento para el próximo año, al tiempo que prevé aumentar brutalmente la recaudación en 159.000 millones de euros, un 32,5% más que este año. Si se divide esta factura entre todos los españoles tocamos a unos 13.800 euros cada uno. Sin embargo, el gasto público total previsto para 2024 por el gobierno provisional de Sánchez, ha sido estimado en 694.000 millones, por lo que cuadrarlo con el déficit estimado del 3,6% resultará un ejercicio de ingeniería financiera.

Uno de los mejores analistas independientes de la economía española, el Observatorio Económico de la de la Universidad Francisco de Vitoria, en su reciente informe trimestral considera que «la economía española necesita una serie de reformas estructurales para elevar su crecimiento potencial, aumentar su productividad y competitividad, acabar con el diferencial negativo en el mercado laboral y atraer inversiones». He aquí la bicha que ni gobierno ni sindicatos nombran; PRODUCTIVIDAD.

LA PRODUCTIVIDAD

La productividad es una medida económica que permite calcular cuántos bienes y servicios se han producido por cada factor utilizado, y en un tiempo determinado. Por factores se entienden los trabajadores, pero también el capital invertido durante un periodo o la innovación tecnológica.

Solo hay que verificar los índices de productividad por países para comprender que cuanto mayor es la productividad de un país, mayores son los sueldos y también los impuestos que se recaudan.

Calcular la productividad laboral de una empresa privada es relativamente sencillo: producción total dividida entre el número de horas trabajadas. A este resultado se integran los cómputos de eficiencia en el uso de los recursos, el tiempo promedio de entrega, la calidad de los productos o servicios, la amortización de inversiones, etc. Empero, la productividad de una nación se calcula sobre dos factores fundamentales; la relación entre su PIB y el total de horas trabajadas. Paralelamente, se calcula el rendimiento del capital físico tangible e intangible: equipos, maquinaria, patentes y activos en propiedad intelectual. Ambos cómputos se integran en un resultado final pues tanto el capital humano como el físico interaccionan y generan sinergias. No obstante, esta fórmula no contempla las variables de cada sector productivo, las más evidentes en España son las considerables diferencias entre el sector privado y el público que, a su vez, ambos sectores tienen enormes diferencias de productividad.

Un dato muestra la realidad con nitidez. En España los recursos administrados por las administraciones públicas del Estado que, además de la administración pública incluyen defensa, seguridad, seguridad social obligatoria, educación y sanidad pública y servicios sociales, han crecido desde el 20% del PIB de principios de los años 70, hasta superar el 50% actualmente. Sin embargo, apenas aporta un 20% del Valor Añadido Bruto (VAB) nacional, mientras ocupa a más de tres millones de asalariados (en torno al 20% del total según la Encuesta de Población Activa, EPA). Durante los últimos 25 años el crecimiento anual promedio de la productividad del sector público español fue del 0,5%, mientras que el sector privado experimentó un crecimiento promedio de productividad del 0,8%. Así, según datos de Eurostat, en 2022 España se situó 16,5 puntos por debajo de la media de la eurozona en productividad laboral por hora trabajada. En concreto 8,2 puntos menos que la media de los 27 países de la UE. Dentro de los 36 países de la OCDE, España está en la posición 18, un lugar decepcionante teniendo en cuenta que la inversión del capital físico es relativamente alta.

Frente al relato triunfalista del gobierno Sánchez asegurando que nuestra economía marcha como una moto, está el dato de tener una de las productividades más bajas de la zona euro. Se trata de un lastre mayúsculo porque España se encuentra muy alejada de las naciones punteras del mundo. De acuerdo con la Total Economy Database del Conference Board, la productividad hora (PIB por hora trabajada) en España creció en la década de los ochenta a una tasa anual del 3%, Sin embargo, en la década de los noventa esa tasa bajó al 1,2% y en lo que llevamos de siglo se ha situado en una media del 0,8%. Esta tendencia a la baja, como puede observarse en gráfico estadístico de arriba, desde 2018 en que se inicia el gobierno presidido por Pedro Sánchez Pérez-Castejón, la productividad de nuestra economía ya no crece poco sino que desciende.

PRODUCTIVIDAD Y CAPACIDAD ADQUISITIVA

La mayoría de los estudios sobre la raquítica productividad de la economía española apuntan a una formación mediocre y obsoleta que no responde a las necesidades de la economía, a la escasa cultura empresarial derivada de un desprestigio social inducido por las ideologías igualitaristas de los partidos políticos de izquierdas, a la mala asignación de recursos derivada de la rigidez legislativa del mercado laboral que impide la transferencia de conocimientos y capacidades de una empresa, al tiempo que se señala a una supuesta escasa inversión tecnológica y al minifundismo empresarial. Siendo evidentes estas imputaciones, estimo que faltan unas cuantas tan importantes o más que las descritas; burocracia, inseguridad jurídica, legislación laboral lesiva y decenas de leyes y reglamentos obstaculizadores.

Si hay un ejemplo palmario de un sector de la economía española, no hace mucho tiempo boyante y productivo, que está siendo machacado por leyes y reglamentos, este es el agropecuario. Aunque la persecución leguleya cumplirá pronto el decenio, durante el último quinquenio se ha producido una autentica persecución. Leyes y reglamentos estultos generados por burgueses urbanitas con mentes obnubiladas por ideologías abstrusas, están generando la destrucción rápida de la agricultura, la ganadería y la pesca en España. Empezando por el enorme artefacto burocrático empeñado en políticas anti–productivistas llamado nuevo PAC -Política Agrícola Común (PAC)- seguido por las barbaridades perpetradas por el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Plan repleto de la tabarra progre tal que «uso sostenible de los suelos agrícolas, fomento de la digitalización y de la economía circular, modernización de los regadíos -que camufla el derribo de embalses y azudes centenarios para que los pececillos sean felices con permiso de los castores- … para reducir el uso de los recursos naturales, objetivos trasversales -que ni quienes los redactaron entienden- etc. etc.».

El menú antiproductivo se completa con la Ley de sanidad vegetal basada en mitos, la Ley de montes para que ardan en verano con esplendor, etc, etc. El culmen del despropósito es la ley de bienestar animal impulsada por la ministra de Podemos, Ione Belarra, aprobada el pasado febrero. Una Ley que humaniza a los animales y animaliza a los humanos, además de incrementar la burocracia y los costes de explotación. La resultante de tanto disparate ya la sufrimos todos los ciudadanos españoles menos aquellos a los que les pagamos la merienda: reducción drástica de las inversiones y la productividad e incremento bestial de los precios de los alimentos, al tiempo que se incrementan las importaciones. De seguir por la senda perpetrada por estos gobernantes, en unos meses España importará lechugas de los Países Bajos, pollos congelados de Brasil, jamones de China y aceite de oliva de Marruecos.

Los datos son contundentes. La renta española en términos de capacidad adquisitiva ha caído en comparación con los demás países europeos. En los últimos 11 años, España ha pasado de la posición decimotercera a la decimoctava, superada por países que venían de muy atrás por haber sufrido regímenes comunistas como la República Checa, Estonia o Lituania. Esta reducción de nuestra capacidad adquisitiva es la consecuencia lógica del descenso de la productividad que genera bajos salarios, mientras que el acaparo de recursos por el aumento elefantiásico de la burocracia estatal y el consiguiente endeudamiento creciente del Estado producido por el despilfarro generado por el clientelismo, ya sea en forma de amiguismo o de corrupción, del que se aprovechan sectores subvencionados políticos, culturales y del tercer sector junto con el conocido como capitalismo clientelar.

El capitalismo clientelar en España es mayoritario en los sectores más regulados, en concreto el energético, las telecomunicaciones, el farmacéutico y el financiero. Con todo, como he determinado antes, la productividad del sector privado es muy superior al público. Bien es cierto que dentro del sector público hay diferencias notables entre el sanitario y el de seguridad que tienen una productividad relativamente alta y el mucho más grande plagado de funcionarios y consejeros como el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico o la Consejería de Desarrollo Sostenible de Castilla-La Mancha.

Respecto al poder adquisitivo de los salarios en España, es imprescindible señalar que la explotación denunciada por Marx respecto al robo que sufre el empleado al no recibir lo que genera, esa plusvalía que acaba en las manos del patrón, en España es parcialmente falaz puesto que la diferencia entre productividad y salarios es mayormente absorbida por las cargas fiscales al trabajo. Así, las cotizaciones a la Seguridad Social y el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) alcanzaron este año el 39,5% del salario del trabajador medio español, 0,2 puntos más que el año pasado. La suma de estos dos conceptos (lo que se conoce como la cuña fiscal) supera en 4,9 puntos la media de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que se sitúa en el 34,6%. De esta forma, el sueldo neto que finalmente recibe el empleado queda en el 60,5% del coste laboral que tiene el empleador. Entonces ¿Quién explota al trabajador español?

EL ESTADO Y LA PRODUCTIVIDAD

De cómo la adiposis del Estado intervencionista, frena el incremento de la productividad generadora de empleo y riqueza.

14/04/2022.

Cuando España empieza a hundirse en la estanflación (estancamiento económico y elevada inflación), la inapelable subida de los tipos de interés aumenta el coste financiero del Estado empresas y familias, al progresista sistémico le pereceara insolente e inoportuno aludir a la productividad del trabajo, en vez de culpar de los estragos que sufrimos a la guerra de Ucrania o a la pertinaz sequía.

En verdad, para los sindicatos clasistas y la izquierda en general, mentar la productividad del trabajo equivale a la bicha, pues supone la constatación del error de Marx respecto a sus cálculos sobre “la fuerza productiva del trabajo” y sus “leyes”; derivadas de la crítica a la tasa del plusvalor y la tasa de la ganancia de David Ricardo. Así, Marx dedujo una «Ley de la Pobreza Creciente» que establece que en el sistema capitalista, los asalariados por cuenta ajena sólo reciben el salario suficiente para cubrir las más básicas necesidades de supervivencia. De este corolario cientificista, Marx conjeturó la Ley de la Tendencia Decreciente de la Tasa de Ganancia que descubría el virus intrínseco que aniquilaría el sistema capitalista.

Teniendo en cuenta que Marx no pisó una fábrica en su vida y que su correligionario Engels, solo visitaba la de su padre en Manchester para recoger un notable peculio, aunque desde 1850 no tuvo más remedio que ejercer de comerciante de la bolsa londinense, si bien tuvo el tiempo libre suficiente para cazar zorros, hacer crítica literaria y, sobre todo, teorizar con su amigo Marx la revolución proletaria, sin impedirle ejercer de distinguido caballero victoriano que practicaba esgrima y equitación, resulta lógica la ignorancia de los padres del socialismo-comunismo sobre el progreso de la productividad como núcleo del sistema productivo, en las sociedades donde los medios de producción son de propiedad privada y existe libertad comercial. Así, en vez de confirmarse el augurio marxista descrito en la mencionada Ley de la Tendencia Decreciente de la Tasa de Ganancia, las sociedades sustentadas en la propiedad privada y el comercio libre fueron incrementando la productividad desde finales del siglo XIX y, con ello, la riqueza que condujo a su reparto a través de los salarios. Donde sí se cumplió con creces la Ley de la Pobreza Creciente fue en la URSS, y se sigue cumpliendo en Cuba, Venezuela y Corea del Norte.

Pero ¿a santo de qué evoco en este momento la productividad del trabajo y la relaciono con el Estado? Quienes hemos tenido que dirigir una industria fabricante de equipos, sabemos que la productividad del trabajo es, junto con la innovación y la optimización de recursos, los ejes fundamentales para la sostenibilidad y el progreso de la empresa y sus trabajadores. Así, la productividad laboral es la relación entre el trabajo desempeñado o los bienes producidos por una persona en su trabajo, así como los recursos que este ha utilizado para obtener dicha producción.

Entre los factores que determinan la productividad laboral destacan los siguientes:

A. Salario (ver salario mínimo y otras intervenciones estatales) ¤¤.

B. Capacidad del trabajador (derivada de la formación) ¤¤.

C. Legislación laboral ¤¤¤.

D. Impuestos al trabajo ¤¤¤.

E. Impuestos de Sociedades (IS) y Actividades Económicas (IAE) ¤¤¤.

F. Seguridad jurídica ¤¤¤.

G. Precio de la energía ¤¤.

H. Precio de las materias primas ¤¤.

I. Bajas laborales por enfermedad o accidentes ¤¤.

J. Organización de métodos productivos.

K. Maquinaria y métodos de producción eficientes.

L. Motivación laboral.

M. Equipamiento y recursos.

N. Entorno.

O. Liderazgo.

P. Diseño de los productos o servicios.

Q. Calidad y estado de la maquinaria.

De estos factores se evidencia que C, D, E y F dependen directamente del Estado, mientras que A, B, G, H e I lo son parcialmente. Por lo tanto, la productividad del trabajo en España está condicionada por legislaciones muy variables e impredecibles en el tiempo y unos impuestos que rozan lo confiscatorio.

Por otro lado, las estadísticas oficiales apenas distinguen la productividad aparente del factor trabajo (PAT) del sector público y el privado. Un indicador fehaciente luce cuando se comprueba que en España, durante los últimos 35 años, el sector público ha mantenido un gasto promedio entre el 42% del PIB de la época de Felipe González y un 50% del PIB actual con ligeras vaguadas del 38,2% con Aznar y el 41% con Rajoy. Actualmente, sobrepasando el 50% del PIB de gasto, el Estado español aporta el 16% del PIB, mientras emplea a más de tres millones de asalariados (en torno al 20% del total según la Encuesta de Población Activa, EPA). Es decir, el Estado español maneja la mitad de la riqueza nacional pero apenas aporta el 16% a dicha riqueza con los servicios que presta: administración pública, justicia, defensa, seguridad social obligatoria, educación, sanidad y servicios sociales. Y, sin embargo, las estadísticas oficiales estiman que el incremento de la productividad del sector público español es superior al privado, a pesar de que, según el INE, en 2018 el sector privado aportó el 84.2% por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) con 16,7 millones de empleados, en tanto que el sector público el 15.8% con 3,4 millones de empleados.

Entonces ¿Por qué la productividad del trabajo en España (PTF) lleva empantanada desde 1985?. ¿Acaso este hecho tiene una relación directa con ser el país que, junto con Grecia, que desde entonces encabeza el ranking mundial de paro de los países desarrollados, con una tasa media del 12,6%, más del doble que la media de los países de la OCDE y el triple del G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), donde la media es del 4,2%? ¿Por desventura existe una relación directa entre el aumento del gasto del Estado, la baja productividad, el delirante sistema educativo y el enorme desempleo sistémico?

Del gráfico siguiente se pueden deducir algunas conclusiones importantes.

Por ejemplo, que ni el alto desempleo ni la baja productividad en España, son una maldición de los dioses ni una predestinación por tara racial, puesto que entre 1954 y 1975 se produjo una impresionante aceleración del crecimiento del PIB, atribuible casi exclusivamente a la productividad laboral (5,8% de crecimiento del PIB del 6,2%).

Entre los innumerables estudios sobre el estancamiento de la productividad en España durante los últimos 37 años, se puede distinguir algunas explicaciones parciales, entre otras destacan la reducción de la industria con la entrada a la Comunidad Económica Europea, el bajo gasto de las empresas en investigación y desarrollo, la escasa inversión en capital intangible debido a, entre otros, a la regulación del comercio minorista, los costos de creación de empresas, la falta de flexibilidad del mercado laboral, los altos impuestos al trabajo, la ineficaz legislación sobre quiebras, los lentos procedimientos judiciales, los subsidios y el “amiguismo” que han conducido a extravagantes asignaciones de capital, bajas inversiones en intangibles, mientras que los sectores que crearon más empleos (construcción y servicios), tuvieron una menor productividad laboral que la industria con un crecimiento mucho más lento del producto por hora trabajada, lo que explica inversiones especulativas puntuales y escasa innovación tecnológica. Sin duda, estas explicaciones responden a la realidad aunque apenas sugieren el dato fundamental; la relación entre el estancamiento de la productividad y el aumento del tamaño del Estado español, incluida la enorme deuda contraída.

Mucho antes que la pandemia vírica y la guerra de Ucrania, en 2019, la productividad de España cayó un 10,45% frente a un crecimiento del 4,5% en el resto de la UE. Pero el gasto del Estado siguió incrementándose como si la competitividad de la economía fuera viento en popa a toda vela.

Pues resulta que el año pasado, la masa salarial de las administraciones públicas españolas superó todas las marcas de la serie histórica. De acuerdo con las cifras oficiales de Contabilidad Nacional del INE, en 2021 la suma de los sueldos de los asalariados del sector público (funcionarios junto al personal de otras categorías que integran la plantilla del sector público) más sus pagos por cotizaciones sociales ascendió a 147.363 millones anuales, es decir, el 27% del total del presupuesto de 550.484 millones de euros (un incremento del 19,4% respecto a las cuentas de 2020) que se comió la mitad de la riqueza producida. No piensen mal de la coalición Frankenstein que aprobó semejante cifra, ni apelen al clientelismo al constatar que los empleados públicos ganan un 50% más de media que los trabajadores del sector privado. Trabajar en el sector público supone ganar 10.500 euros más al año de media.

Mientras tanto, se incrementa la morosidad las pequeñas y medianas compañías, hasta un nivel de deudas comerciales de 279.808 millones de euros sin cobrar a cierre de 2021, un 17,3% más en términos interanuales.

Si la adiposis y el intervencionismo del Estado frena el incremento de la productividad y, si el aumento de la capacidad adquisitiva de los ciudadanos de un país solo se logra con el crecimiento sostenido de la competitividad, es decir, cuando la mejora de la productividad del trabajo permite a las empresas generar valor añadido y con ello empleo bien remunerado, el diagnóstico de la situación actual de España parece obvio.

LA EUTANASIA Y POR AHÍ TE PUDRAS

Del «derecho a la vida» a la eutanasia activa de «la buena muerte» y que viva el utilitarismo.

27/12/2020.

Vivir bajo un estado de alarma con toque de queda, impuesto por unos gobernantes novatos imbuidos del irrefrenable deseo de permanecer en el machito durante decenios, gracias a la soñada hegemonía gramsciana que todo lo puede, ha generado, entre amplias capas de la población española, la percepción del inicio de una inquietante era que puede sobrepasar, en tiempo y profundidad, los infortunios derivados de la pandemia que nos quebranta.

Partiendo de la evidencia de la ineptitud del Gobierno del duunvirato de Pedro y Pablo en prever, con varias semanas de antelación, la crisis sanitaria que se nos venía encima y, una vez enterrados de hoz y coz en ella, vivir soportando mentiras, subterfugios, ordenes, contraordenes, galimatías y demagogias mil, finalizando el 2020 las frases huecas marca de la casa monclovita del estilo: «España dice adiós a otro tiempo y avanza hacia un futuro de progreso» evocan al Diamat, ahora posmoderno y conformado por ese caleidoscopio de baratillo henchido de micro-identidades.

Es indudable que la actual diarquía tiene un plan, si bien ninguno de los dos aspirantes a Diocleciano da la talla siquiera de Maximiano. No obstante, entre peronismo y chavismo planifican la republiqueta pluritaifal a toda velocidad, por si la UE les conmina a derogar el estado de excepción antes de soltarles un euro. Para implantar su proyecto «transformador, progresista y tal y tal», el Ministerio de la Verdad ha tirado del típico y tópico anuncio publicitario con la palabra mágica nuevo. Una Nueva estructura económica adornada con jitanjáforas y eufemismos de la neolengua “progresista” que la portavoza desenvuelta suelta y el BOE imprime: recuperativa, transformativa, resiliente, ecoinnovativa, empoderada, innovadora, etcétera, etcétera. Al mismo tiempo, Pedro Sánchez Pérez-Castejón afila su sublime dedo para repartir el maná europeo, asaz resbaloso. Uno de los instrumentos más preciados del proyecto «transformativo y progresista» es la educación prescrita en la Ley Celaá con su pedagogismo ideológico posmoderno y sectario que abomina del esfuerzo y de la fundamental función de la enseñanza: el ascensor social. En reaccionaria comandita con los separatistas supremacistas, la diarquía gobernante ha impuesto la ablación del español como lengua común de los españoles, junto con la implantación de historietas maniqueas para lavar las canalladas de sus ancestros ideológicos, en lugar de enseñar la Historia de España a los niños y jóvenes españoles. En otra vuelta de tuerca, los planificadores poco versados en ciencias que conforman la gran tribu de ministros/as y sus innumerables consejeros/as, han engendrado, nada menos, que una ley de cambio climático y transición energética que recuerda al arrogante «Britannia, rule the waves». El plan hegemónico incluye innumerables medidas, decretos leyes y leyes orgánicas para cargarse los principios constitucionales, destacando la reencarnación atea del tribunal del Santo Oficio o futura ley de defensa de la republiquéta pluritaifal, para imponer que noticias nos convienen y censurar las inconvenientes para nuestras castas y delicadas molleras.

El desahogo del duunvirato y sus aliados, puede explicarse acudiendo a “La fatal arrogancia” descrita por Friedrich Hayek sobre aquellos planificadores soviéticos doctrinarios que creían poseer la ciencia del bien y del mal llamada «materialismo dialéctico», para planificar el futuro de vida de los ciudadanos de aquella URSS acabada en agónico desastre. Solo desde esta perspectiva se entiende la obsesiva determinación del gobierno bifronte y sus aliados separatistas supremacistas, a los que se han unido los despojos de Ciudadanos, en perpetrar, a una velocidad que para sí quisieran los damnificados por los cierres de sus negocios o incluso los demandantes de ese escudo social que no dejaría a nadie atrás, la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia.

Así, henchidos de fatal arrogancia, no han escuchado las objeciones éticas y legítimas de ciudadanos, asociaciones e instituciones. Nada de carcas y fachas, las objeciones al falso derecho de que el Estado facilite el suicidio es, perdón por el tópico progre; trasversal. Y lo es porque hay tantos matices éticos sobre porqués y cómos como modelos de eutanasia. De hecho, esta ley establece la eutanasia activa desde el Estado para provocar la muerte del paciente, cuando este lo requiera, eliminando, con ello, la eutanasia pasiva que, conforme con la bioética y la deontología médica, deja morir intencionadamente al paciente por omisión o limitación de tratamientos o terapias fútiles. Tampoco esta ley se ocupa de eliminar el encarnizamiento terapéutico al tiempo que desdeña, de hecho, la ortotanasia, es decir; permitir que la muerte natural llegue en enfermedades incurables y terminales, mediante tratamientos paliativos que eviten sufrimientos al paciente y a sus allegados.

Nadie medianamente sensato ignora la diferencia moral entre morirse o dejar morir, matar o ayudar a otro a matarse. La Ley Orgánica 11/1995 eliminó la pena de muerte en España incluso en tiempo de guerra, mientras que la Ley 41/2002 regula la autonomía del paciente y derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. La mejora de estas leyes sobre el consentimiento informado previo a cualquier intervención sobre una persona en el ámbito biomédico, así como una reforma del testamento vital, o documento de instrucciones previas mediante el soporte jurídico de exigencias éticas y jurídicas para la atención al paciente y su autonomía para permitirle que anticipe su voluntad sobre la aplicación de determinados tratamientos o el rechazo a los mismos, si más tarde su estado le impide decidir, junto con un riguroso protocolo de tratamientos paliativos, hubieran mejorado sustancialmente los últimos momentos de vida de los ciudadanos españoles. La compasión de la sociedad que no del Estado, debe procurar eliminar el sufrimiento todo lo posible, no eliminar al que sufre. Es lo que explica uno de los máximos exponentes de la medicina española en cuidados paliativos, el Doctor Marcos Gómez Sancho, en contra de la eutanasia: «Con una sedación paliativa el objetivo no es acabar con la vida del enfermo, sino con el sufrimiento».

Pero las mencionadas reformas no están en la hoja de ruta del plan hegemónico de la diarquía gobernante en España. Probablemente son capaces de entender que no es lo mismo morirse, o dejar morir, que matar o ayudar a otro a matarse. Pero visto lo visto, parece dudoso que comprendan diferencias bioéticas sustanciales, por ejemplo que incluso dejar morir, en los casos de enfermedades incurables, implica una conducta éticamente relevante, ya que unas veces procederá abstenerse de intervenir o suspender el tratamiento iniciado, y otras veces, dejar morir, pidiéndolo o no el paciente, puede ser un acto inmoral y hasta criminal de dejación de los deberes de asistencia hacia el enfermo. Entonces, causar la muerte de alguien, ya sea de forma activa o pasiva, implica una acción transitiva que busca matar, contrario al derecho humano fundamental, por tanto inmoral y contrario a los más elementales principios de la ética. Y aunque en la exposición de motivos la Ley Orgánica de regulación de la eutanasia insiste en su finalidad compasiva, dicha intención no puede legitimar el hecho de quitar la vida, tan solo, en la más clemente doctrina jurisprudencial, puede ser un atenuante que reduce la responsabilidad moral y jurídica, derivada de una acción que significa “matar”, es decir, terminar con la vida de una persona.

Por otro lado, mientras que el Estado español es el garante del «derecho a la vida» proclamado en el artículo 15 de la Constitución, con la ley orgánica de regulación de la eutanasia el mismo Estado otorga el poder a los médicos (y médicas) de, a través de «la buena muerte», poner fin a la vida de personas, estableciendo una serie de condiciones que denomina garantistas. Entonces, el problema ético se multiplica cuando se establecen las condiciones en que se aplica la buena muerte. En realidad, los requisitos son solo dos: una solicitud voluntaria por escrito y firmada por el solicitante de la prestación de ayuda para morir y «Sufrir una enfermedad grave e incurable o padecer una enfermedad grave, crónica e invalidante incurable… sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable… en los términos establecidos en esta ley, certificada por el médico o médica responsable». Claro que enseguida se establecen las derivadas que destruyen las cacareadas garantías por cuanto: «La valoración de la situación de incapacidad de hecho por el médico o la médica responsable se hará conforme a los protocolos de actuación que se determinen por el Consejo Interterritorial del sistema Nacional de Salud».

Aunque en el texto aprobado de esta ley se retiró a última hora el párrafo: «a de la persona con el consiguiente sufrimiento físico o mental» al mantener el ambiguo «sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable» surgen preguntas impertinentes: ¿Puede el enfermo mental tomar una decisión autónoma entendiéndose por tal aquella que está fundamentada en el conocimiento sobre su proceso médico, después de haber sido informado adecuadamente por el equipo sanitario responsable? ¿Y respecto a un neonato con enfermedad incapacitante irreversible? ¿Las tomarán en su lugar el médico o la médica responsable, la evanescente Comisión de Evaluación y Control que deberá instituirse en cada autonomía o bastará aplicar el artículo 6.1 de la Ley y una persona mayor de edad y plenamente capaz podrá fecharlo y firmarlo en presencia de un enfermo que no se entera de nada?

Que una ley que implica profundos problemas éticos y morales al confrontar derechos fundamentales protegidos por la Constitución y otros organismos internacionales como la vida, la integridad física y moral, frente a otros más matizables como la dignidad, la libertad o la autonomía de la voluntad, haya sido aprobada en plena pandemia, a toda velocidad y sin escuchar a, por lo menos, la mitad de los ciudadanos españoles, solo indica premeditación y alevosía ideológica. ¿Acaso existe en España algún partido, asociación o religión que no defienda la muerte digna y sin sufrimiento?

Los firmantes del Manifiesto contra esta ley de eutanasia activa dejaron claro sus motivos: «la eutanasia planea graves problemas éticos siempre, pero además en el caso de España, y dada la mala situación de los cuidados paliativos, lo que realmente se ofrece es morir entre sufrimientos o a manos del médico. Esto no es una opción. Además, puede dejar secuelas psicoemocionales en los familiares que deciden o consienten esa eutanasia». Además, insisten en el «rechazo universal de este tipo de legislación: desde que se aprobó la primera ley de eutanasia en Holanda, hace casi 20 años, sólo otros cuatro países en el mundo han seguido su camino. Los dos vecinos con quien integra el Benelux, Bélgica y Luxemburgo, y Canadá y Colombia, en América. Y es que la eutanasia forma parte del problema, no de la solución, porque el fin para una vida digna es la conjunción de la compañía solícita y de los pertinentes cuidados paliativos».

Por último, quiero dejar claro que esta ley de eutanasia no responde a valores morales liberales basados en el principio fundamental que es vivir y ayudar a vivir, puesto que mi libertad solo es posible en un mundo en el que todos seamos libres. Todo lo contrario, esta ley manifiesta un paternalismo estatalista radical agravado por la banalidad de quienes, mientras dan saltitos de alegría como la diputada del PSOE ponente de esta ley María Luisa Carcedo Roces, declaran: “Se ha aprobado un derecho que nos hace más libres”.

Es muy probable que a los promotores y aprobadores de esta ley les importe un rábano la historia del resurgimiento de la eutanasia en el siglo XIX y las consecuencias que provocaron. Precursor fue el británico Samuel Williams, aunque el doctor Simeon Baldwin fue más allá en su discurso pronunciado en la American Social Science Association en 1889 manifestando: «De la misma manera que el anciano tiene derecho a la muerte, también lo tiene el desafortunado neonato que ha venido al mundo con defectos. (Yale 1899)». Más conocidos son las proclamas de Friederich Nietzsche, Adolf Jost (“El derecho a la muerte”), Karl Binding, Alfred Hoche (“Libertad para la aniquilación de la vida indigna de la vida”), y los nazis: Eugen Fischer y Fritz Lenz (“La heredabilidad humana y la higiene racial”) que culminó con Aktion T4). Estos pensadores, científicos, médicos y juristas promovieron,durante finales del siglo XIX y principios del siglo XX, la fórmula “Lebensurwertes Leben” (vida indigna de ser vivida). Sobre este lema se sustentaron las políticas eugenésico-eutanásicas en los países escandinavos, Canadá, EEUU y Reino Unido a principios del siglo XX y que el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán abrazó con el frenesí conocido.