
Sigo con interés los acontecimientos de Canadá, pues no en vano pasé allí 8 años de juventud con sus correspondientes inviernos de los de antes del cambio climático y conservo algunos familiares y amigos. Se bien que en España, la opinión mayoritaria considera a Canadá un país civilizadísimo, la Escandinavia de América. No pretendo estropearles esa amable estampa aunque, como sucede en los países escandinavos, no es oro todo lo que reluce. Ya conté en “Caminos sobre la mar” mis impresiones cuando llegué en otoño de 1965 a Montreal, en donde la provincia de Quebec se despojaba sin aparentes traumas del nacional-catolicismo del admirador de Franco, Maurice Duplessis, para ir abrazando un liberalismo contaminado de socialdemocracia que abanderaban unos jóvenes políticos que llamaban a su propósito “Révolution tranquille”, revolución que muy pronto degeneró en nacionalismo.
Mucho me sorprendió entonces encontrarme un país con automóviles de cocote largo y gasolineras en todas las esquinas que, sin embargo, carecía de seguridad social (se estableció en noviembre de 1970) y una calidad democrática mediocre, debido a una judicatura intervenida por el poder político de forma aún más descarada que la del franquismo. Así, los jueces de los tribunales superiores de justicia provinciales eran (son) nombrados y destituidos por el Gobierno Federal de Canadá, los jueces de otros tribunales provinciales y federales eran (son), respectivamente, nombrados y destituidos por los gobiernos provinciales y federales.
En esas cavilaciones estaba cuando de refilón conocí a Pierre E. Trudeau en la Asociación Española de Pedro, una especie de Café de Flore aflamencado situado a pocos metros de la McGill University, entonces izquierdista y ahora woke. Por allí deambulaban izquierdistas, nacionalistas quebequenses, desertores yanquis y huidos de todo el mundo. Como hijo de una familia opulenta gracias a la especulación inmobiliaria acaecida en Montreal a principios del siglo XX (bautizado Joseph-Philippe-Pierre-Yves-Elliott), aquel aún joven catedrático cordial, solterón y decían que promiscuo que acababa de ser elegido diputado del Partido Liberal, frecuentaba los garitos de la bohemia intelectual de la época. Cuando poco después llegó a Primer Ministro de Canadá no le vi más en persona pero mucho en televisión, sobre todo en octubre de 1970 cuando puso al ejército a patrullar las calles de Quebec y declaró el estado de sitio contra los terroristas del FLQ cercanos ideológicamente a ETA. El “liberal” Pierre Trudeau abolió la pena de muerte en 1976, al mismo tiempo que respaldaba al dictador Fidel Castro regalándole unos cuanto millones de dólares. Su amistad con el tirano cubano se prolongó hasta el final de sus días, al punto que Fidel Castro se desplazó a Montreal en el 2000, para asistir al funeral de su magnánimo amigo Pierre.
¿De tal palo tal astilla? Pues aunque no sea una ley biológica, teniendo también en cuenta el perfil hippie New Age burguesote de su madre; Margaret Joan Sinclair, que Justin Trudeau sea un político relativista, vanidoso y oportunista, capaz de firmar un acuerdo de coalición Frankenstein, sustentado en la doctrina woke, entre su partido y los izquierdistas desnortados del NDP, con el único fin de amarrarse al poder hasta, al menos 2025, no es sorprendente. Sobre todo para los españoles que soportamos una actitud similar por parte de Pedro Sánchez Pérez-Castejón.
La última medida basada en la doctrina woke que abraza con fanatismo el gobierno presidido por Justin Trudeau, es el proyecto de ley C36 “anti-hate bill” (Ley anti odio). Una ley que impone multas de hasta $200,000, la incautación de bienes y la cárcel para médicos, psicólogos, psiquiatras y otros profesionales que manifiesten “información engañosa a los pacientes o al público” tanto privada como públicamente en redes sociales o artículos de opinión. Es decir, se criminaliza cualquier discurso o cualquier opinión que no se ajuste al oficial derivado de la doctrina izquierdista woke.
Con esta ley, el gobierno de Trudeau pretende implantar la censura previa y el castigo severo al discrepante, a través de una ley que proclama evitar el odio. Se trata de una inquisición descarada contra todos los que no comulguen con los mandamientos woke. En realidad, con dicha ley se “legaliza” la imposición del pensamiento único oficial del Gran Hermano que desde hace años campea en las universidades, escuelas e instituciones canadienses.
Un atisbo de esperanza acaba de surgir en Canadá, pues parece que el silencio de los corderos se ha roto con el escándalo surgido tras el intento de cancelar profesional y socialmente al famoso psicólogo clínico Jordan Peterson, por parte del Colegio de Psicólogos de Ontario. Con un descaro ostentoso, el Colegio profesional se ha permitido cancelar el derecho de ejercer su profesión a Peterson y quiere imponerle unos cursos de reorientación de duración indeterminada (pueden ser años), para que el psicólogo clínico purgue los pecados cometidos en sus comentarios públicos en Twitter y el podcast The Joe Rogan Experience. Es evidente que estamos ante una condena que recuerda los campos de reeducación soviéticos. Los ejemplos de los supuestos delitos de Peterson en las redes sociales incluyen pedir el fin de los mandatos de vacunación discriminatorios y no científicos, retuitear al líder del Partido Conservador de Canadá, Pierre Poilievre, y criticar al primer ministro canadiense, Justin Trudeau.